Pseudociencias
La ciencia es capaz de gastar cientos de páginas en demostrar que (sus sombras), las pseudociencias, —entre las que se cuentan casi todas las terapias naturales, (ancestros de la medicina moderna)—, no son efectivas para el tratamiento de casi ninguna enfermedad; sin embargo, estas mismas pseudoterapias son de una efectividad formidable en el tratamiento de las sombras en las que se fundamenta nuestra personalidad consciente, o sea, en el tratamiento de los pilares que sostienen nuestro aberrante modelo de sociedad.
El
método científico, en su lento proceder, hasta que no llega a demostrar un
asunto, tajante, como aquel que teme que le contradigan, lo niega. Su método es
prioritario, es el dogma, y delega en sí mismo, con la arrogancia propia
de quien está en posesión de la verdad única, la capacidad de decidir si a tal
o cual asunto se le puede dar grado de realidad o no. Exactamente igual que
ocurre con el cambio climático, no hay
prueba de ello, dicen sin reparo; como
si por no haberla hoy ya no la pudiese haber mañana y sin considerar que cuando
la haya, por el mismo retraso que implica su método, será ya demasiado tarde. Cerrándose como un niño malcriado al lamentable razonamiento de que no habiendo prueba de abuso este debe
continuar; cualquier cosa mientras él pueda seguir rascándose los huevos delante de la tele.
En su
minucioso escudriñar, tan propio del corto de vista, la ciencia se cree que con
su proceder no se le escapa nada y es capaz de concluir cosas como que la
meditación estática y silenciosa no es efectiva contra el cáncer de mama, lo cual, siendo cierto, es
de una simplicidad patética, ya que semejante estupidez “probada y refutada” jamás estuvo en duda y solo sirve para concluir que a un paciente con cáncer de mama no se le debe
recomendar la meditación, lo cual es un tremendo error porque la meditación es siempre muy recmendable.
Por
otra parte, de poco sirve que un médico te certifique un cáncer; lo suyo sería
certificar que se encuentra en camino, que hay riesgo, y salirle al paso con
modificaciones de conducta y esa pseudofitoterapia
que tan buenos resultados ha dado en China, por ejemplo, pero para eso hay que
tener una mirada más amplia, una mente más aguda, un ego bajo control y, sobre todo,
patrocinadores de otra calaña.
Las terapias
naturales, —esas que la ciencia insulta porque
todavía no tiene la más mínima idea de cómo funcionan y a las que acusa de
trabajar con el efecto placebo sobre el paciente cuando es ella misma la que lo
utiliza en sus principios farmacéuticos, (proyectando su propia miseria en el
enemigo imaginario)—, no solo son imprescindibles para curar los
fundamentos de la enfermedad, —esas sombras que genera el ego en su evolución y que son
causa de todos los males del hombre y del mundo—, sino que cubren también
la falta de humanidad existente en el sistema sanitario actual, en el que el
paciente lejos de aceptar con resignación la fecha de su muerte dictada por el
oncólogo se lanza a la ayahuasca, a los cantos uterinos o a los mantras
tibetanos desesperado, intentando aferrarse a su alma inmortal y encontrar el sentido de la vida o el porqué de
su existencia, realidades todas ellas mucho más grandes y más profundas que las pequeñas certezas
que aporta el método científico y cuya explicación se encuentra mucho más
allá de los pobres y manipulables esquemas de la razón y de la lógica.
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